Os he de confesar que siempre he tenido una
devoción secreta y muy poco confesada: los trenes. Alguno de mis amigos me
tacharán de hipócrita al escribir esto, pues es sabido que siempre prefiero
arrancar a mi Maggie antes que subirme a un tren, es difícil
escoger entre el amor de tu vida y la tórrida amante, lo que me ocurre es que
habitualmente siempre me decanto por la muchacha de cuatro ruedas, es decir, por el amor
romántico, aunque a veces me haya permitido una cana al aire.
Quizás esta fascinación empezó durante mi infancia, subir al
tren era toda una aventura, era como llegar a presencia de un ser mitológico que vivía escondido bajo las calles de mi ciudad. Acceder a él implicaba adentrarse en la
oscuridad semidesnuda de la estación, descender escaleras con extraños
desniveles, hasta llegar a la inmensa galería donde habitaba. Vetusto y
elegante se acercaba haciéndose notar con sus exclamaciones. No importaban entonces
las dificultades por llegar hasta él, el alivio de su presencia era lo único
que importaba. Subidos a su lomo iniciaba el paciente viaje, no importaba a
donde, si al sur o el norte, siempre el mismo ritual: escoger asiento, decidir
su orientación y esperar.
Saciar esta fascinación infantil es una de
las cosas que más me gustaron de visitar Japón, allá por la era anterior a la
radiación. El Shinkansen sí que es todo un ser mitológico, un Fújur moderno,
lleno de bondad, celeridad, puntualidad, silencio y limpieza, toda una
experiencia que el viajero de mochila debería vivir por lo menos una vez en la
vida. Pero no son estos trenes súper modernos los que fascinan a los
nostálgicos como yo.
El Japón montañoso nos ofrece un paísaje imposible
para el Shinkansen, recorrerlo es tarea de otros trenes, menos agraciados y más veteranos, aquellos que son
pacientes. Aquellos que ofrecen al viajero cosas que nadie más puede dar:
tiempo, charla, lectura, risas, contemplación y con suerte una pequeña cabezada.
Y al llegar a la estación liberado del estrés
y el cansancio, el paisaje indomable que venías observando te rodea. Junto a la montaña un pequeño pueblo amable y tímido,
tan diferente y tan parecido a muchos que he visitado por nuestra geografía; es
en lugares como este donde recuerdas a Krahe, ya sabéis: en las antípodas todo
es idéntico a lo autóctono.
Descubrir un nuevo pueblo siempre es igual en todas partes, recorrer numerosas y pequeñas calles con curiosidad, hasta que consigues entender su dibujo. Es en pequeños pueblos poco acostumbrados a los turistas, donde la interrelación es realmente posible con los lugareños, siempre con la incógnita de averiguar quién es más curioso, si el viajero o el lugareño. Así que entablar conversación es relativamente sencillo y conveniente, siempre a salvo, claro está, de las dificultades lingüísticas, no obstante, me quedó claro que en Japón, como en otras partes, hablar un pésimo inglés es una gran ventaja para hacerse comprender.
Finalizada la estancia, con la suerte o no de haber conocido a algún interesante lugareño o lugareña, el tren vuelve a nuestras vidas para llevarnos a un nuevo destino donde todo vuelve a comenzar, disfrutando de nuevo de un trayecto durante el cual recordar el pasado e ilusionarte ante la llegada a una próxima meta, mientras de fondo suenan los ecos de "A whiter shade of pale" y comprendes que ante tí tienes pendiente realizar un nuevo gran viaje en tren.
Transiberiano, Transcantábrico,...
ResponderEliminarEl tren tiene algo especial.
ResponderEliminarQué recuerdos...! Qué paisajes tan mágicos en el tren Nagoya-Takayama entre las montañas siguiendo el curso del río Miyagawa, con bancos de niebla levitando un palmo por encima del agua. También guardo en la memoria un Friburgo-Múnich a través de la Selva Negra, un Oslo-Myrdal que en invierno debe ser aún más impresionante, el mítico y espectacular Lézard Rouge en Túnez, y hasta un Villefranche-Mónaco al que no tiene nada que envidiar nuestro trenet entre Campello y Villajoyosa.
Ir a Mongolia con Maggie y volver en el Transmongoliano. Creo que no sería un mal plan.
ResponderEliminarAlfonso no olvides el buen rato entre Munich y Nuremberg en ese tren de dos plantas llenísimo.
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