25/1/13

La última frontera


Todos los que hemos participado en alguna de las ediciones del Rally Mongol solemos tener mil peripecias, cada una más absurda que la anterior. Con el paso del tiempo nuestros amigos y conocidos nos miran con odio cuando vamos a explicarles alguna de nuestras proezas, por eso los exralliers solamente encontramos consuelo con gente de nuestra misma calaña.




Por eso, aprovechando este espacio, dando por hecho que el lector tendrá interés en el viajero que busca ser oído, voy a explayarme con una pequeña e insignificante anécdota que a mí me hace bastante gracia, y después de escribirla, seguramente, seguirá haciéndome gracia a mí únicamente, lo siento, soy así.

Muchas veces me preguntan por lo peor de lo vivido durante el Rally Mongol, sin duda ninguna mi respuesta siempre alude al viaje de regreso y existen diversos motivos, el primero es que llegamos a meta solamente dos días antes de la fecha en que debíamos volver al trabajo; el segundo es que no teníamos vuelo de regreso, así que a toda prisa tuvimos que hacernos con una combinación: Ulán Bator-Berlín-Palma-El Altet fue nuestra decisión, el precio muy módico, los tiempos muy apretados; evidentemente el tercer motivo fue lo mal planificado que estaba el viaje de regreso.

La consecuencia lógica de un viaje aéreo, con diversas escalas y mal planificado producto de la prisa es que pierdas alguno de los vuelos escogidos, no lo olvidéis nunca: planificad siempre con calma y alejaos de la cerveza.

Nos encontrábamos en el aeropuerto de Berlín, supongo que uno de muchos, este era muy grande, ya os lo digo yo. Llegamos desde Ulán Bator a las 11:00 de la mañana, buena hora para un aperitivo, malísima para coger un avión que salía a la misma hora hacia Palma.
Tras varias reclamaciones, quejas, lloros, lamentos y llamadas conseguimos un avión de vuelta. La pena es que nuestro equipaje no nos acompañaba.

Finalmente llegamos a casa, eran las 20:00 una prudente hora, pero no tanto después de 30 horas de idas y venidas. Tras reclamar nuestros equipajes en el departamento correspondiente del aeropuerto, la ducha y el merecido descanso nos esperaban.

A los dos días de llegar a casa recibí la esperada llamada del aeropuerto. Acudí lleno de alegría a recoger nuestros tesoros. Tras acudir a las entrañas del aeropuerto ver las maletas de Nuria y David junto a la mía fue toda una feliz experiencia, como volver a encontrarte con un viejo amigo; no os puedo mentir, sin las mochilas una sensación extraña me acompañaba, como de no haber rematado la faena.

Recogí las mochilas tras firmar los papeles correspondientes, las puse en el típico carrito y empecé a arrastrarlo por el aeropuerto.

Pero para mi sorpresa todavía me tocaría acumular una nueva experiencia digna del Rally Mongol, la última frontera, sí, la Guardia Civil quiso ser la que pusiera el broche final a una experiencia de cuatro semanas, quince mil quilómetros, numerosas fronteras y agentes de la Ley sobornables y no sobornables. Antes de partir pensaba que las palabras “Alto la Guardia Civil” eran la cosa más tenebrosa del mundo entero, de vuelta ya me daba bastante risa. El agente de verde y con tricornio por montera reclamó mi atención y me manifestó su extrañeza por nuestro viaje desde Mongolia, insinuándome que en la maleta ocultaba cantidades industriales de productos tóxicos. Una de las cosas más interesantes que aprendí en el Rally Mongol es que si haces perder el tiempo a un agente del Orden, este te dejará seguir el camino, así que comencé a hablarle del viaje que acabábamos de terminar, de cómo partimos de la Plaça de Baix en loor de multitudes, incluidos un concejal y sus asesores que se quisieron hacer unas fotos, y como tras cuatro semanas de infatigable caminar a lomos de nuestra ambulancia conseguimos llegar a Ulán Bator, nuestra Ítaca particular, le hice ver nuestra santidad ya que habíamos donado nuestro vehículo y ahora servía en un hospital militar, le expliqué también el cariño que le cogimos a aquella vieja ambulancia y como incluso la llegamos a personificar, incluso, llegamos a ponerle nombre y un mote cariñoso, y finalmente le expliqué que la toxicidad de nuestras mochilas se debía a la suciedad propia de no poder lavar la ropa en condiciones dignas durante cuatro semanas, agravado este hecho por la cantidad de tierra mongola que ya arrastraban nuestras cosas, que nadie os engañe las autopistas en Mongolia no son como aquí. Finalmente el agente se cansó de mi parloteo incesante y me dejó marchar, creo que siendo consciente de la sustancia tóxica que había dejado entrar, pero ya sabéis lo que dicen: La última frontera siempre es la más sencilla de atravesar.


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